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En París, me enamoré de una colombiana que iluminó mis días con su risa y su pasión por la vida. Cada rincón de esa ciudad mágica se convirtió en el escenario de nuestra historia, donde los cafés se llenaban de conversaciones profundas y las calles nos llevaban a aventuras inesperadas. Ser estudiante en París a los 24 años fue un privilegio que nunca olvidaré; fue una experiencia de vida que transformó mi manera de ver el mundo.

Cada amanecer traía consigo la promesa de aprendizaje, no solo académico, sino también emocional. Aprendí a perderme en sus calles empedradas y a encontrarme en cada lágrima derramada al recordar lo lejos que estaba de casa. En París lloré y reí, experimentando la dualidad de la juventud: el dolor del desarraigo y la alegría del descubrimiento.

Esa etapa me brindó madurez; cada desafío enfrentado me hizo más fuerte y más consciente del valor del amor y la amistad. Recordaré siempre cómo París no solo fue un lugar para estudiar, sino un maestro silencioso que me enseñó lecciones valiosas sobre la vida misma.

Era la Francia donde circulaban aún los francos, dónde hablabas por casetas telefónicas y el correo electrónico era un rumor.

Era el París desde donde enviabas postales y esperabas noticias de casa, tres semanas después.

En París, hacia el otoño, tiré en el rio Sena, a la orilla del Pont Neuf, decenas de diapositivas de mis fotos tomadas allá, porque no me gustaban, fue un rompimiento personal.

Fue allá donde también hice un amigo peruano entrañable, el talentoso y sarcástico Jaime Bedoya. Testigo de mi depresión y arranque en el Sena. Juntos conocimos la tumba de Jim Morrison.

Allá también forjé otra amistad de lujo, Alberto Ramírez, pintor mexicano que por entonces comenzaba a conquistar las calles de París y que allá sigue. Pasar por su casa junto a la querida Fanny, su esposa, es ya un ritual para mí en cada visita a la Ciudad Luz.

En París me comprometí con una mujer única y por sus calles caminé también bajo la luna de miel.

A orillas del Sena, nos emborrachamos Rogelio Cuéllar y quien esto escribe. Horas y horas de aprendizaje y charla apasionada.

Noches de vino y queso inolvidables. Distintos amores en distintas temporadas por allá, exposiciones y conferencias inolvidables. A veces incluso aquí, sueño con las calles de ese París nocturno.

Todo lo que fotografié por allá en los noventa, lo hice con diapositiva, casi nada está hoy digitalizado, salvo mi credencial de estudiante. París también es un bonito secreto.

Mi credencial de estudiante del año 1992.

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