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En 2003, tuve la oportunidad de viajar a Chile a los 30 años del golpe a Salvador Allende. Además tuve el privilegio de hacer esa cobertura con el enorme periodista Julios Scherer García, fue fantástico verlo trabajar y escuchar sus historias de cuándo conversaba con Allende y lo que sintió y vivió, al conocer de su muerte. Aquí les dejo unas imágenes de aquel viaje y el texto que se publicó en Proceso en septiembre de 2003.

SANTIAGO DE CHILE.– En artísticos y dramáticos monumentos, los chilenos niegan la desaparición del presidente Salvador Allende, de sus ministros Orlando Letelier y José Tohá, del general Carlos Prats y del cantante Víctor Jara, algunos de sus mártires mayores.

En algunos tramos del Cementerio General de Santiago, los claveles rojos dan la impresión de un inmenso jardín. A la entrada, estremece un monumento tallado en mármol, columnas y más columnas pasan lista a más de 2 mil niños, mujeres y hombres asesinados por la barbarie de la dictadura pinochetista.

Al centro, un espacio grande está reservado a Salvador Allende, plenamente reivindicado: «Presidente de la República» En ese mismo monumento y entre piedras enormes, los deudos recuerdan a sus amigos y parientes. Fotografías, flores y hasta leyendas los traen al tiempo de los vivos.

Después, otro monumento blanco rasga el azul invernal de Santiago, intenso y perfecto: es la tumba de Allende, que mide casi 10 metros. Sin medida del tiempo, es custodiada por un carabinero, y abundan los claveles, sobre todo los rojos.

La tumba del general Carlos Prats, asesinado en Buenos Aires en 1974, no podría ser más elocuente en su trágico simbolismo. Sobre la piedra negra yacen apenas algo más que sombras: los cuerpos del militar y de su esposa son cercados y protegidos por una veintena de testigos sin voz, que miran a estos seres tallados en bronce.

José Tohá yace al lado de su padre. Una reja impide mirar de cerca la inscripción sobre la tumba. El músico Víctor Jara está en un sitio con la sencillez de su canto, sobre la calle «México». Entre docenas y docenas de nichos resaltan los claveles del amor popular.

Al final del cementerio, en un enorme cuadrado conocido como «Patio 29», aparecen las cruces metálicas de los muertos sin nombre; es el anonimato que dispuso el pinochetismo para que se les matara para siempre. Todos ellos, dicen los vigilantes del cementerio, fueron torturados y ejecutados en el Estadio Nacional de Chile y en las calles y callejones de todo Santiago.

Han pasado 30 años del genocidio que presidió Augusto Pinochet en sus irracionales 17 años de dictadura. La televisión está llena en estos días de reportajes especiales sobre el golpe de Estado que nunca antes transmitió. Muchos chilenos apenas se enteran de lo que pasó realmente aquel 11 de septiembre de 1973.

Allende se impone hoy, y Pinochet y su familia tienden al silencio y se esconden. El jueves 11, el general no salió de su casa y sólo recibió a sus secuaces. En el búnker que lo resguarda a 20 kilómetros de Santiago en una exclusiva zona residencial, solamente su esposa y sus hijos lo rodearon durante todo el día. En la soledad pasó sus días.

Pinochet en su casa el 11 de septiembre de 2003

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