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Por Ulises Castellanos

Crecí corriendo entre los árboles del Parque Mariscal Sucre, en la Ciudad de México; aún puedo escuchar el murmullo del viento entre sus ramas altas y el eco de nuestras risas siguiendo el compás de la fuente que parecía cantar al caer la tarde. Éramos niños de barrio, con las rodillas raspadas y los sueños intactos, y aquel parque era el escenario secreto de nuestras primeras aventuras. Ahí descubrimos la “Avalancha”, una tabla con ruedas, para bajar en chinga cualquier rampa.

El kiosco francés, con sus columnas elegantes y su techo de hierro forjado, era nuestro castillo. Ahí inventábamos historias, jugábamos a ser exploradores o simplemente veíamos pasar la vida. A veces, mientras nuestra madre conversaba en las bancas de hierro, nosotros corríamos a la nevería Selecty, en la esquina de Torres Adalid, a comprar una paleta que se derretía más rápido que el sol de las cuatro de la tarde. Ese sabor dulce tenía algo de libertad y de promesa. Conocimos el parque cuando era “glorieta”.

Por las noches, cuando el parque se llenaba de pasos y de murmullos de los vecinos, yo me sentaba con mi abuela a ver el quiosco iluminado. Yo, en cambio, solo quería quedarme ahí, mirando cómo las luces tiñen de oro las hojas y cómo el tiempo parece detenerse. Incluso hice una maqueta en mi clase de arquitectura de la secundaria sobre aquel parque.

Hice mis primeras fotos con una instamátic de Kodak, (en 1977) cuando lo ejes viales atravesaron el parque, -sobre la calle de Amores- tenía entonces 9 años de edad. De esa época es la imagen que les comparto del gran fotógrafo Rogelio Cuéllar. Ahí estoy con mi hermano.

Nací y crecí en este barrio, mis padres se conocieron en el Banamex del metro Etiopía; tenían 22 años cuando se casaron y yo nací en 1968, mi hermano en 1970. Horacio -que por cierto,  hoy cumple 55 años de edad-, obvio, le dedico esta columna.

Me fui de la casa materna a los 23, lo curioso es que después de 17 mudanzas y tres matrimonios, regreso al mismo barrio, incluso a la misma cuadra y además mi hermano vive al otro lado del parque. Seguro aquí moriré.

Cada vez que hoy paso por el Parque Mariscal Sucre, siento un nudo en la garganta. El ruido de los autos lo rodea, obvio hay cafés modernos alrededor y nuevas fachadas, pero cuando cierro los ojos escucho otra vez aquel eco lejano: el de los niños corriendo, el de los vendedores de globos, el del agua en la fuente. En ese instante, vuelvo a ser ese niño, con el corazón ligero, creyendo que el mundo terminaba justo ahí, donde el parque se fundía con el cielo de la Colonia Del Valle.

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